Hace años, en la bendición que ha sido la payasería, logre aceptar que quizás, simplemente, soy perdida, aprendí que todo es mejor si se enfrenta con disfrute y una sonrisa y que el destino no es lo importante sino el camino. Pero aunque mi cerebro lo entiende y disfruta, mi corazón a veces - más veces de las que me gusta admitir- se hunde y siente ahogarse en las decepciones y frustraciones.
Lo que tengo de perdida lo tengo de agradecida, ególatra insufrible que cree que el universo confabula a mi favor. Y es que sí, estoy súper perdida, no tengo claro pa' dónde ir ni qué quiero, no sé hacer planes ni ponerme metas. Pero mientras el camino ha sido bello, ha estado lleno de aventuras, cariños, paisajes, desbordado de risas y goce. No puedo evitar pensar que si ya lo hubiese tenido todo claro no hubiese podido vivir experiencias transmutadoras con personas que ni imaginé llegar a conocer, porque no lo estaba buscando. La verdad es que mientras más le doy vueltas al asunto, más me convenzo que esta histeria impuesta de tener metas de vida, de alcanzar metas que quizás ni son las tuyas, de seguir un camino y esta obsesión con el destino, es más nefasta y tóxica y no favorece a nadie. Cómo no voy a estar perdida, cómo voy a saber qué quiero si no he tenido tiempo para pensarme, para sentirme, arrastrada en esta ráfaga enferma de conseguir logros y coleccionar medallas, copas y títulos. ¿A qué hora somos? ¿O soy yo que soy muy lenta? ¿Qué pasa con todes les que van a otro ritmo, qué pasa con nosotres?
Les payases escogen el camino del fracaso, porque cuando fracasas se abren infinitas posibilidades de juego, un vasto océano de oportunidades. No estoy segura si yo decidí ser payasa o la payasa decidió ser yo. Lo que sí sé es que me queda tanto por aprender de mi yo payasa. Y qué bueno que sea así, qué bueno. Espero aprenderlo pronto, porque la realidad es que ya soy una fracasada, ahora necesito dejar de sufrírmelo y empezar a navegar por todas las alternativas que esa realidad me ofrece.